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Una nueva desaparición

Libro 2 - capítulo 4

Los chicos se encontraban, semiescondidos, en la boca de la cueva que daba a algún lugar de la Tierra, hace millones de años. Habían ido siguiendo al Varilla para averiguar qué le había pasado. Éste se hallaba a unos cien metros de la boca, acompañado por sus dos perros. –Mira, Luli. Después de todo, el paraguas le sirvió de algo– dijo Tomi. –¡Sí!, está para una foto. ¡Pero mira a los perros!, parecen en guardia. –Y el Varilla está señalando algo en el cielo. ¡Allí!, ¿lo ves cruzando el cielo? –¡Sí! Es un meteorito, y creo que se dirige hacia aquí. –No, eso es imposible, sería demasiada mala suerte..., como para el libro Guinness. 
 
Estaban todos reunidos en la cocina desayunando, Papo, Nani, Jazmín y Pedro, y por supuesto Amanda, cuando los dos niños entraron corriendo, visiblemente agitados. 
 
–¡Buenos días, chicos! ¡Qué alegría que se hayan levantado a despedirme! Pero no era necesario, son las seis de la mañana – dijo Pedro.  –Esteee..., sí, bueno. ¡Papito, que tengas buen viaje! –logró salir del paso Luli, que había olvidado por completo que su padre partía esa misma mañana. –¡Sí, Papote! ¡Te vamos a extrañar mucho! –dijo Tomi, 
mientras abrazaba a su padre. –¿Y Santi? –preguntó Jazmín. –¿Santi? ¿Dónde podría estar ese atorrante? Santi está como un tronco en su cama –contestó Luli. –Bueno, voy a darle un beso y luego me lleva al aeropuerto, ¿no? –dijo Pedro dirigiéndose a Papo. –Sí, sí... ¡Si no hay más remedio...! –contestó éste entre dientes, sin que nadie lo escuchara. 
 
En ningún momento, los chicos pudieron quedarse a solas con Papo o Nani para comentarles lo que sabían sobre la desaparición del Varilla. Papo se fue enseguida con Pedro para el aeropuerto, y Jazmín se quedó con ellos, preguntándoles sobre el colegio y sus nuevos amigos, hasta que llegó la hora de irse a clase. Santi, por supuesto, ya se había levantado y tomado el desayuno con sus hermanos y se había preparado unos suculentos sándwiches de salame, queso y mayonesa para la media mañana. En el camino al cole, le contaron lo de la investigación que habían llevado a cabo la noche anterior. Él se puso furioso de que no lo hubieran despertado, pero al final reconoció que generalmente era muy difícil hacerlo. 
 
Esa mañana, en la clase de idioma español, la nueva popularidad que mágicamente estaba consiguiendo el Batuque se hizo insoportable. Éste lograba que su séquito de seguidores obedeciera sus órdenes sin importar de qué se tratara. Si hasta parecían sus esclavos. Fue en ese mismo momento, que tomó una decisión: al mediodía, en el recreo largo cuando tenían una hora libre para comer, seguiría al Batuque y descubriría lo que estaba pasando. 
 
Dicho y hecho. Al mediodía, esperó en el patio la salida del 
gordo y sus incondicionales. Mientras aguardaba, lo buscó a Tomás para que lo acompañase. Lo encontró bajo un árbol durmiendo la mona. Claro, no había dormido nada esa noche. Estaba molido, y aunque Santi intentó despertarlo no lo logró. Se hallaba en eso cuando vio que el grupo se iba del colegio. No podía esperar a que su hermano reaccionara, era ahora o los perdería. Agarró su bici y salió tras ellos. Y tras ellos siguió hasta un gran galpón abandonado a unas tres cuadras del colegio. El galpón le pareció tenebroso e imponente: de unos dos pisos de altura, paredes de bloque sucias donde crecía un musgo verde por la humedad, y techo de chapa a dos aguas, muy empinado, que moría contra el pretil del muro que sobrepasaba el techo unos veinte centímetros, dejando a escondidas el canalón de chapa que juntaba el agua de lluvia. La entrada principal estaba compuesta por dos enormes portones de madera. En uno de ellos se abría una pequeña puerta por donde había visto entrar a los muchachos. Ésta estaba vigilada por un flaco consumido y con pinta de delincuente. De pelo largo y mal afeitado, de nariz grande y ganchuda, los ojos hundidos en sus órbitas. Tenía la cara sucia y en la mejilla derecha se destacaba una mancha de barro. Estaba totalmente vestido de negro, con tachas por todos lados y como cinturón una cadena. Llevaba puestas botas tejanas de cuero, también negras. Fue entonces, muy sigilosamente, por un costado. Escondiéndose detrás de pilas de maquinaria abandonada que seguramente pertenecían al depósito buscaba por dónde entrar, pero no encontró ni siquiera una ranurita para poder espiar. Entonces se ocultó detrás de una volqueta llena de aserrín hasta la boca, para pensar qué hacer.  De repente un aletear llamó su atención: una enorme paloma blanca había detenido su vuelo, probablemente para descansar, en el antepecho de un tragaluz roto del techo. Era una opción, aunque primero había que llegar a él. 
Unos minutos de estudio le bastaron para encontrar el camino: subiéndose a unos barriles viejos, logró alcanzar el caño de bajada del agua de lluvia del techo. Trepándose por allí pudo llegar a un balcón de la planta alta donde probó, sin resultado, abrir la puerta de entrada. Subiéndose a la baranda alcanzaría un pequeño alero que cubría la terraza y desde allí el fino pretil que recorría todo el perímetro del edificio. Luego de trepar a él y haciendo equilibrio, consiguió caminar hasta la línea del tragaluz y después, con sumo cuidado para no hacer ruido, subir por la empinada chapa hasta su objetivo. Una vez allí, logró un lugar privilegiado desde el cual se dominaba todo el interior del galpón. Se hallaba casi completamente vacío, salvo alguna maquinaria del tipo de las que se encontraban afuera, contra las paredes. En el centro mismo del depósito, pudo observar cómo en una gran marmita estaban preparando una extraña poción. Dos hombres vestidos con largas túnicas negras y gorros en punta introducían diferentes sustancias dentro de la olla, mientras otros dos cantaban extrañas melodías. Parecía una exótica ceremonia de iniciación. Allá abajo, a unos diez metros, Santi reconoció a muchos compañeros suyos, a algunos de Tomi y a otros que no conocía pero, que sin duda por el uniforme que llevaban, iban al colegio. Había muchos otros chicos que jamás había visto. Los aromas y sonidos que emanaban por la banderola eran realmente cautivadores. Santi cerró los ojos por un momento y deseó estar abajo con el resto de los chicos. De no ser por las rejas que le impedían entrar, seguramente se hubiera lanzado al vacío. Abajo, sus compañeros de clase apenas se podían contener de salir corriendo y arrojarse dentro de la marmita. De pronto uno de estos sacerdotes impíos dijo unas palabras que no alcanzó a escuchar bien, pero le pareció oír algo como: “la poción está lista, preparen sus mentes para recibir el elixir de los sentidos”. Los chicos se alegraron como cuando un niño de cuatro años abre sus regalos de Navidad... 
Se pusieron en fila y fueron circulando hacia la marmita. Allí, otro de los engorrados sacaba del recipiente una especie de gelatina fucsia y se las embadurnaba en la frente y en las sienes. Vio que los chicos se alejaban separándose, y de repente entraban en una especie de trance; y con mucho asombro observó que comenzaban a levitar, giraban en el aire y se ponían en posición horizontal como a un metro del suelo, mientras un denso vaho blanco los envolvía. Flotaban con los ojos cerrados, expresión de paz en sus rostros y una radiante sonrisa, parecían tener placenteros sueños.  Santiago sintió una terrible envidia por no poder disfrutar de aquel fascinante momento. Pero se prometió hablar con el Batuque ni bien bajara, para que lo hiciera partícipe de esa alucinante experiencia.  No supo cuánto tiempo estuvo como un tonto mirando para abajo, pero un grito desgarrador lo volvió a la realidad. Buscó con su mirada el origen del sonido y contempló cómo uno de los chicos se retorcía de dolor. Poco a poco todos comenzaron a tener los mismos síntomas y empezaron a sufrir unas terribles transformaciones: sus caras se deformaban hasta quedar casi cadavéricas y su piel muy blanca. Sus pelos comenzaron a crecer desordenadamente y sus espaldas se encorvaron hasta que las manos casi llegaban a la altura de las rodillas. Parecían sucios y rabiosos y un pequeño hilo de baba marrón caía por la comisura de sus labios. Ahora el vaho que salía del lugar era nauseabundo y asqueroso. Los ahora transformados compañeros del colegio parecían muy nerviosos y por momentos se tornaban muy violentos, golpeándose entre ellos. Sonó una orden y todos se formaron, como un ejército de espectros carentes de voluntad propia: un ejército de zombis. –¡Tranquilos, tranquilos...! Esta noche les llegará su hora de servir al gran maestro de la oscuridad, tranquilos  –decía uno de los sacerdotes que parecía el de mayor rango por la 
riqueza en sus ropajes. 
 
Ahora ya no quería estar allí. Sintió terror. Sintió pánico. Se movió tratando de huir, quizás demasiado bruscamente..., provocando que cayera un pedazo del vidrio roto y que estallara en mil pedazos al tocar el suelo de depósito. Todas las miradas se dirigieron hacia allí. –¡Hay alguien allá arriba!, ¡espiándonos! –escuchó gritar–. ¡Atrápenlo, no lo dejen huir! 
 
Abajo todo se transformó en un pandemonium. Todos corrían y gritaban. Antes de salir deslizándose por el techo, Santi alcanzó a ver cómo algunos de los chicos, empezaban a subir por las paredes, trepando... ¡como si fueran arañas!  Se resbaló por el techo. Llegó al pretil con tanta velocidad que casi pierde el equilibrio y sólo su gran agilidad le permitió recuperar el control y evitar su caída al vacío. La puerta del balcón se abrió violentamente escupiendo a uno de los falsos sacerdotes con un par de estos “zombis”. La claraboya donde segundos antes se encontraba él, fue arrancada de cuajo y otros dos zombis salieron por allí. Sus vías de escape estaban siendo cortadas... 
 
–¡La volqueta!, ¡vé hacia la volqueta! –sintió una voz   tronando en su cabeza. Sin siquiera pensarlo, haciendo caso a la extraña voz corrió hacia allí, por la angosta saliente... Quién sabe, quizás fuera la voz de la conciencia. –¡Bien, ya llegué! ¿Y ahora qué? –dijo como si realmente estuviera hablando a alguien. Para su sorpresa recibió una contestación. –¡Salta! –volvió a escuchar. –¿Qué? 
–¡Salta! Santi miró hacia abajo, la altura parecía infinita, la volqueta se veía tan, pero tan pequeña... –¡No, ni loco! Los zombis se acercaban, gruñendo y amenazándolo. Ya estaban sobre él... –¡SALTA! –Escuchó al vozarrón sonar tan fuerte en su cabeza, que sin darse tiempo a pensar, se encontraba cayendo al vacío. Sólo esperaba haber apuntado bien. 
 
Se desplomó dentro de la volqueta levantando una nube de aserrín. Lentamente se incorporó y se palmeó el cuerpo. Estaba todo en su lugar. Escuchó gritos e insultos desde lo alto. Salió de la volqueta y comenzó a correr. De la esquina del edificio apareció el flaco guardia consumido, cortándole el paso. Ahora pudo verle bien la cara, no era una mancha de barro lo que tenía en su mejilla derecha; era el dibujo de una calavera tatuada. Se había sacado el cinturón de cadena y venía revoleándolo sobre su cabeza. ¿Cómo esquivarlo? Si no podía escapar estaría en problemas. No quería ni imaginarse convertido en uno de esos zombis. –¡Hey, tú! –sintió Santi que gritaba alguien detrás del guardia. 
 
Éste giró y recibió de lleno, en el pecho, un violento rayo de luz que lo lanzó sobre la cabeza de Santiago, dentro de la volqueta. –¡Vamos, Santi! ¡Por aquí! –le gritaron. 
 
Con enorme felicidad y alivio vio a sus dos hermanos esperándole: Tomi con el brazo aún extendido y Luli sosteniendo su bicicleta. 
Los portones del galpón se abrieron, vomitando una enorme cantidad de zombis que corrieron a atraparlos. Por su agilidad no se parecían en nada a los zombis tradicionales de los cuentos de terror. Rápidamente se subió y salieron de aquel espantoso lugar poniendo pies en polvorosa y sin mirar para atrás. –¡Chicos!, ¡qué alegría verlos! ¿Cómo me encontraron? – preguntó el menor. –Al ver que no aparecías cuando sonó el timbre de la tarde y que tampoco aparecía el Batuque y una cantidad de chicos del colegio, supe que te habías metido en problemas –explicó Tomás– . Fui a buscar a Luli y te rastreamos hasta aquí. Extrañamente sentimos como si alguien nos hubiera guiado. –¿Qué fue lo que pasó en ese galpón? ¿Quiénes eran esas extrañas y horribles criaturas? –preguntó Luli, aún asombrada por lo que acababan de vivir. 
 
Santi les contó lo sucedido durante el regreso a la casona de los abuelos. Ya no volverían al colegio esa tarde, tenían demasiadas cosas que hablar con Papo y Nani. Al llegar fueron directamente al escritorio. Esta vez lo encontraron al abuelo trabajando en un extraño aparato localizador. –Es para buscar al Varilla –informó. –No va a ser necesario –dijo Tomás. –¡Ya lo encontramos, Papo! Simplemente, se equivocó de cueva. El Varilla se equivocó de cueva y se fue al pasado –dijo Luli y continuó contándole la aventura vivida junto a Tomi esa misma madrugada. –¡Claro! De tan evidente ni se nos ocurrió que pudiera pasar. ¡Estuvieron astutos, chicos! Los felicito.  –¡Pero, Papo!, no estamos para felicitaciones. Ese bicho seguramente se lo habrá comido al hijo de Don Odoro y Doña 
Clota. –¡Sí! Es verdad. Lo siento... Sin embargo, creo que existe una esperanza: el bicho que me describieron no concuerda... Vuelvan esta noche, después de comer... –y se levantó y salió raudamente del escritorio mientras Santi trataba de detenerlo. –Pero Papo, no te vayas que todavía hay mucho más para contarte. Algo terrible está pasando en el colegio. –¡Esta noche...! –volvió a repetir desde lejos. –¿Ustedes vieron eso? No me dio ni bolilla –dijo indignado Santi–. ¡Nadie me da bolilla! Voy a tener que ahogar mis penas con un sándwich de salame y queso. –Es que todo este tema del Varilla nos tiene sumamente preocupados a todos –dijo Lucía. –¡Y a mí también! Pero el sumo sacerdote ese, dijo algo de esta noche. Algo espantoso va a pasar esta misma noche, se los aseguro. 
 
Esa noche los esperaba otra terrible noticia. Una noticia que les haría olvidar todo lo vivido en los últimos días. Cuando fueron al comedor, se encontraron conque nadie había llegado aún, cosa muy extraña porque jamás habían visto a Nani llegar tarde a ningún lado. –Chicos, Nani los está esperando en su cuarto...  –dijo Amanda al entrar al comedor con la expresión más adusta que jamás le vieran. 
 
Un extraño presentimiento los invadió, quizás la expresión en la cara de Amanda, o el que Nani no se presentara personalmente... pero los tres sintieron que algo no estaba bien. Rápidamente se dirigieron al cuarto de Nani, el corazón les latía a más no poder. A veces la incertidumbre es más dura que la certeza. Apuraban el paso a medida que se acercaban al cuarto y terminaron el trayecto corriendo.  
Al entrar, la escena que observaron les apretó el corazón como si alguien oprimiera un limón con la mano hasta sacarle todo el jugo: Jazmín estaba con la cara bañada en lágrimas abrazada a Nani. Los miró entrar con aspecto de profunda tristeza. Se dio vuelta. No quería que los chicos la vieran así, era una mujer muy fuerte y necesitaba de todo su coraje para enfrentar a sus hijos. Se secó las lágrimas con un pañuelo y enfrentó a los chicos. –¡Mamá!, mami, ¿qué es lo que pasa...? Por favor, dinos – dijo Luli súper angustiada. –Es..., es papá, ¿no? Mamá, ¿qué le pasó a papá?  –interrogó Tomi con voz titubeante presintiendo algo. –Sí..., es papá. Algo..., algo ocurrió con su avión. Cayó al mar... –¿Y papá? Papá está bien, ¿verdad? –preguntó Luli en un susurro quejumbroso–. Mami..., dime que está bien... 
 
Santi no hablaba, estaba duro y sus ojos se iban llenando de lágrimas poco a poco. –Él..., dicen que no hay muchas ilusiones de encontrarlos con vida. Y a cada hora que pasa, decrecen las esperanzas. Chicos..., sé que esto es muy duro y espero..., desearía que él entrara en este momento por la puerta y nos dijera que todo está bien... Pero quiero que sepan que quizás papá no vuelva... –¡Nooooooo! mami, tiene que volver. Quiero a mi papá, quiero que papi vuelva... –dijo Luli llorando y provocando el llanto de sus hermanos. –Chicos..., mis queridos niños... Tenemos que ser fuertes...ahora más que nunca... Tenemos que estar unidos, como papá nos enseñó... tenemos que seguir adelante. Eso es lo que él hubiera esperado de nosotros... –¡Aaaayy, noooo! ¡Por favor, nooo...! ¡Dime que esto no es cierto..., que no está pasando! ¡Dime que esto es sólo un sueño...! 
–dijo Luli mientras se abrazaba a su madre. 
 
Tomi estrechó a su hermano menor y lo llevó junto a su madre. Los cuatro se fundieron en un lastimoso abrazo, llorando. Pronto los abuelos se unieron, también, al grupo, para brindar consuelo. 
 
 
Unas horas antes, el avión surcaba un cielo totalmente despejado. Nada hacía suponer lo que en minutos sucedería. Todo transcurría en paz dentro del habitáculo de la nave. Las azafatas servían unos aperitivos y refrescos. Se pasaba uno de esos videos que nunca nadie mira. Algunos dormían plácidamente, otros leían. Pedro estaba aburrido, mirando por la ventanilla el espectáculo monótono de un mar azul que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, pensando quién sabe qué cosas.  Un pequeño movimiento..., una vibración..., nada grave. Nadie le prestó la más mínima atención, era completamente normal, quizás algún pozo de aire.  Otro movimiento..., esta vez de mayor grado, generó algún comentario nervioso entre los pasajeros primerizos.  De repente, después de un fuerte sacudón, el avión se detuvo por completo en el aire. Como si una mano gigantesca lo hubiese atrapado y no lo dejase seguir la ruta. Esto generó el caos total: los carritos de los comestibles y refrescos salieron despedidos hacia adelante sin control y las azafatas cayeron al piso aparatosamente. El griterío era total. Ahí estaba el avión, suspendido en el aire, completamente inmóvil, desafiando toda lógica y todas las leyes de la naturaleza. Entonces, lentamente, comenzó a girar sobre un eje vertical imaginario mientras descendía hacia el mar. Pedro miró para abajo. Con horror vio cómo el mar se abría en un gigantesco remolino que sin duda los tragaría y los 
arrastraría hasta las profundidades mismas del océano. Extrañamente el remolino giraba en el mismo sentido y a la misma velocidad del avión: lentamente. A pesar del momento de pánico y descontrol, Pedro no pudo dejar de notar este detalle que le llamó poderosamente la atención. El avión continuaba bajando, muy lentamente..., mientras giraba... Ya se encontraban a nivel del mar. Salvo por el lento remolino, que era enorme y permitía la entrada entera del avión sin tocarlo, el resto del mar estaba absolutamente en calma, sin olas: como un espejo. Ahora ya se encontraban por debajo del nivel del mar y seguían bajando. Las paredes del remolino eran tan lisas y el agua tan absolutamente transparente, que los pasajeros de la aeronave podían ver los animales marinos nadando dentro del agua. Esto provocó una sorpresa tal que cesaron los gritos y el caos y quedaron, por un momento, todos extasiados por el espectáculo sobrenatural que, ante sus ojos, se producía. Seguían y seguían bajando... Ya empezaba a escasear la luz natural por la profundidad que estaban alcanzando y el espectáculo marino se tornaba cada vez más oscuro y siniestro. De repente apareció ante sus ojos otro espectáculo único; sólo que esta vez era aterrador y escalofriante: ¡a través del agua y a pesar de la penumbra reinante alcanzaron a ver infinidad de barcos y aviones sumergidos! Había de casi todos los tipos y épocas: carabelas, bergantines, barcazas de pesca, algún barco a vapor, cruceros de guerra, pequeños yates y hasta un portaaviones. Distinguieron también algunos aviones comerciales y de la segunda guerra mundial, que si bien se habían salvado de caer en combate, no pudieron escapar de los poderes sobrenaturales de la naturaleza. Estaban todos, a pesar de encontrarse en agua salada, en un muy buen estado de conservación, suspendidos en ella, como esperando algo o alguien que viniera a reclamarlos. 
Unos de los pasajeros gritó desesperado algo que Pedro ya había intuido: ¡Ohh, Dios mío...! ¡Estamos perdidos...! Esto es el Triángulo de las Bermudas. ¡Estamos en el Triángulo del Diablo!... 
 
 

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