El cementerio Perdido
Libro 1 - capítulo 5
A la mañana siguiente salieron todos de expedición hacia la cumbre de la Sierra de las Ánimas. No era un trecho fácil; al contrario, se accedía luego de una larga caminata por un sendero muy empinado y de una escalada por una pared de piedra natural muy escarpada: la Quebrada de las Águilas.
Era una familia adicta a las aventuras y los retos, por lo que el desafío no hacía más que empujarlos a seguir adelante. Se habían atado una cuerda de seguridad a la cintura, que los unía a todos. Pedro iba adelante, dirigiendo y Jazmín cerraba la marcha cuidando que ninguno de los chicos cayera. Luli, llevaba a Brownie dentro de su camisa. Por entre los botones de la blusa asomaba la cabecita de éste. La escalada no resultó sencilla. En un momento Pedro, buscando un punto de apoyo, desprendió una enorme piedra que se precipitó al vacío arrastrando otras y creando un pequeño alud. Jazmín y los chicos se encontraban en ese momento como diez metros más abajo descansando y tuvieron que pegarse a la pared de roca como ventosas para evitar ser golpeados por las piedras. Afortunadamente no hubo que lamentar heridas por lo que se prosiguió hacia la cumbre.
Al llegar allí, el grandioso espectáculo recompensó sobradamente a los osados aventureros. La vista era fenomenal: hacia el sur, se podía ver casi toda la costa del mar. El suave contraste entre los bosques de pinos y eucaliptos con el mar en un día tan espectacular como aquel, creaba un marco tan grandioso que los sobrecogió por un momento. Sin duda en lugares como ése se podía apreciar claramente la mano creadora de un ser superior. Hacia el oeste se veía el río Solís cortando caprichosamente la costa y los campos sembrados, llevando su caudal de vida a la naturaleza. Hacia el norte, un paisaje serrano suavemente ondulado y hacia el este, se alcanzaba a ver nuevamente la civilización de una ciudad balnearia.
Ya era casi mediodía y habían previsto almorzar en la cumbre. Buscaron una piedra que les pudiera servir de mesa y se dedicaron a comer. Luego de terminada la comida, se tiraron a descansar por un momento en el agreste y suave césped que por allí crecía. De repente e inesperadamente, se levantó un fuerte viento. Se incorporaron y vieron que desde el este se estaba armando una tormenta bestial. Negros nubarrones se retorcían al tiempo que avanzaban hacia ellos. Alcanzaron a ver cómo la sombra de las nubes iba ganando tierra adentro, destrozando todo a su paso. Era un tornado..., y uno grande. Se arman rápidamente en esa época del año. No son predecibles y alcanzan vientos superiores a los ciento cincuenta kilómetros por hora. Y el peor lugar para estar durante un tornado es exactamente el que ellos ocupaban: en la altura y en un descampado.
–¡Dios mío! – alcanzó a decir Jazmín ante el terrible espectáculo.
–¡Viene hacia acá, y nos va a golpear fuerte!, ¡vamos! ¡Atémonos con la cuerda entre nosotros y empecemos el descenso, por el lado norte! –le gritó Pedro al grupo.
Rápidamente se ataron y empezaron a correr sierra abajo. No habían llegado muy lejos cuando los agarró el tornado. El viento furioso los movía a su voluntad. Se había perdido casi toda la visibilidad y miles de ramas y rocas los golpeaban por todos lados. Una piedra del tamaño de una pelota de tenis dio de lleno en la frente de Santiago dejándolo sin sentido, mientras que un pedazo de tronco golpeó a Jazmín en el vientre dejándola sin aire. Lucía se agarraba también la barriga tratando de proteger a Brownie. El viento empeoraba a cada segundo y empezaba a arremolinarse. Santiago, que era el más livianito y continuaba sin sentido, empezó a elevarse del suelo y quedó suspendido en el aire sujeto de la cuerda que lo unía al resto de la familia, como si se tratara de una cometa. Pedro, con mucho esfuerzo, logró asirse a una gran roca y rápidamente ató la cuerda a ésta. Lentamente empezó a arriar la cuerda y con ella a su familia. Primero, la trajo a Luli; luego, a Tomi y entre los tres trataban de traer a Jazmín que agarraba fuertemente la cuerda que la unía a su hijo menor. El viento era muy fuerte y se estaban quedando sin fuerzas. De repente Tomás se desató y corrió hacia donde estaba volando Santi. Saltó y ayudado esta vez por el viento, logró atraparlo. El peso de Tomi hizo que muy lentamente fuesen bajando hasta tocar el suelo. Esta vez sí pudieron atraerlo a la gran roca, pero un nuevo empuje del viento lo levantó esta vez a Tomás y al no estar atado, lo empezó a elevar y a alejar de su familia cada vez más.
–¡Tomi, Tomi..., oh no! –gritó Jazmín desesperada mientras salía corriendo tras él. Pedro la atrapó del brazo y la detuvo.
–Jaz, no..., no podemos hacer nada por ahora, tenemos que esperar a que el viento amaine –le dijo mientras la abrazaba fuertemente.
El viento así como llegó se fue. Esas tormentas eran muy fuertes pero pasaban rápido. La angustia de saber la suerte corrida por Tomi los dominaba a todos, salvo a Santi que aún no recuperaba el conocimiento. Lo colocaron en la espalda de Pedro, lo ataron e iniciaron el descenso. Fue un descenso rápido, casi enloquecido: Luli llorando desconsoladamente, Jazmín envuelta en un mutismo total, aunque en su cara se podía leer perfectamente, como si fuera un libro abierto, angustia, dolor, temor y esperanza. Pedro, hizo toda la bajada repitiendo: Lo vamos a encontrar..., tiene que estar bien... Al llegar al campamento dejaron a Santi recostado al cuidado de Luli, tomaron el jeep y salieron rápidamente en busca de Tomás, tratando de adivinar en qué dirección podría haber caído.
Lentamente abrió el ojo derecho. Trató de abrir el izquierdo pero no pudo: un terrible dolor le recorría todo el cuerpo. Se fue incorporando lentamente entre quejidos. A medida que se movía, diferentes puntas se clavaban en su cuerpo. Al levantarse miró el lugar donde había estado tirado y vio que se trataba de un montículo de filosas piedras amontonadas en forma ordenada. Miró más detenidamente y descubrió, con horror, que se trataba de una tumba.
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–¿Dónde estoy?, ¿dónde están los demás?, ¡papá..., mamá…! –gritó. Pero nadie le respondió. Empezó a girar y notó que estaba rodeado de estas tumbas. Se acercó a una de ellas y encontró, en algunas piedras, unos grabados que nunca había visto, como unos dibujos rupestres.
–¿Pero, dónde estoy?, ¿estaré vivo?, ¿qué lugar es éste?
–Estás en el cementerio perdido... –sonó un voz grave y entrecortada. Tomi levantó la mirada, y allí estaba, sentado sobre uno de estos montículos, tratando de encender una vieja y desvencijada pipa de madera, un auténtico indio charrúa.
–¿En el cementerio perdido...?, ¿el cementerio de los indios?, ¿pero como llegué hasta aquí? –preguntó.
–Caíste del cielo... coff...coff, pero la pregunta no es...coff cómo, sino por qué...coff. –respondió entre toses.
–Debería dejar de fumar esa pipa; le va a hacer mal. –No te preocupes de mi salud, ya nada puede pasarme...coff… coff, además es de tu salud de la que deberías preocuparte.
–¿A qué se refiere? Estoy todo adolorido y magullado..., es cierto, pero no parece haber nada roto. Creo que después de todo estoy bastante bien.
–Tonto, no me refiero a eso... o, en realidad sí, hay una sola razón por la cual tú...coff , puedes estar aquí. Te encuentras en “el umbral”, el límite entre la vida y la muerte.
–¿Es... estoy muerto? –preguntó asustado.
–No, pero seguramente lo estarás...coff...coff, la única manera de entrar al cementerio perdido es para ver si te llegó el momento de cruzar el umbral. Y te advierto que casi nadie ha podido dejar este lugar. –¡Claro que no estoy listo! No me ha llegado la hora aún. ¡Me quedan muchas cosas para hacer todavía! –dijo desesperado.
–Pues no es a mí a quien tienes que convencer de ello, sino al celador de cementerio..., ¡a Dan-guar!
–¿Y qué pasa si no logro convencerlo de que tengo que salir?, ¿deberé quedarme aquí para siempre?
–No, este cementerio es como la sala de espera para el día del juicio final de cada uno, el día en que, basados en tus acciones en la tierra y con tus semejantes, se decide cómo pasarás el resto de la eternidad. Todos los seres pasan por aquí al morir. Pero, claro, este trámite está un poco burocratizado y hay demasiados expedientes en lista de espera, así que puedes llegar a pasar una larga temporada acá. Yo ya llevo unos 324 años esperando.
–¿Tanto? Pero, ¡están mucho peor que en mi país! Mi papá siempre dice que el sistema judicial es un desastre, pero no creo que se demoren tanto.
–Cuando tienes toda la eternidad por delante no parece demasiado. Además no he llevado una vida terrenal muy digna así que no tengo ningún apuro. Sospecho que aquí estaré mejor que adonde me manden –dijo el indio.
Pasaban las horas y empezó a caer la noche, con gran pesar decidieron abandonar la búsqueda hasta el amanecer del otro día. Era muy peligroso continuar la búsqueda en la noche.
Llegaron al campamento totalmente derrotados, temiendo lo peor. A medida que pasaban las horas iban perdiendo también la esperanza de encontrarlo.
Santi ya había recuperado el conocimiento y esperaba con Luli la llegada de sus padres con noticias. Tenía un enorme moretón violeta en la frente y le dolía la cabeza. La noticia del fracaso, los bajoneó por un momento, pero fue Luli quien negándose al fracaso, los alentó.
–¡Vamos, papá, que Tomi es muy fuerte y duro! Seguramente está bien y buscando la forma de regresar.
–Esto es culpa mía –dijo profundamente apesadumbrado Pedro–. Debería haber sido yo, quien saltase a salvar a Santi, y no él.
–¡De ninguna manera! Esto no es culpa de nadie. Tú estabas tratando de salvarnos a todos. De habernos soltado, todos estaríamos ahora perdidos por las sierras –dijo Jaz recuperando el ánimo–. Además, Luli tiene razón. Tenemos que pensar que está sano y que lo vamos a encontrar.
–Comamos algo y tratemos de descansar, para salir al alba a buscarle –agregó Luli.
Por supuesto que ninguno pudo probar bocado y mucho menos pegar un ojo. La imagen de Tomi siendo literalmente “chupado” por el tornado, y la incertidumbre de saber si lo encontrarían con vida, los atormentó por el resto de la noche.
Tomi, por su parte, llevaba ya un buen rato caminando entre las tumbas, en dirección a la entrada, al encuentro de Dan-guar, según le había indicado el indio. Todavía sonaban en sus oídos las últimas palabras de éste: “En este lugar, tus ojos ven lo que tu mente les muestra”. La semioscuridad reinante, y una niebla permanente hacían que tuviera que desplazarse lentamente y con cuidado, usando todos sus sentidos para orientarse. El lugar era realmente tenebroso, lleno de tumbas viejas, árboles secos raídos, el suelo húmedo y encharcado... Sólo faltaba que empezaran a levantarse los espíritus de su eterno descanso. Por un momento cerró los ojos tratando de escapar, aunque fuera mentalmente, de aquel lugar. Tropezó y cayó sobre un charco empapándose. Su mano derecha tocó algo fino y duro. Lo levantó y con un grito de terror lo lanzó lejos. Era el antebrazo de un esqueleto. Rápidamente y sin mirar atrás salió corriendo como pudo. En su escape creyó escuchar un reclamo: ¡Hey...! ¿Quien me sacó el brazo?
Finalmente se encontró frente a un enorme portón de rejas. Era tan ancho como para que pasaran cuatro autos simultáneamente y tan alto que no alcanzaba a ver dónde terminaba. Los barrotes eran gruesos como troncos, y negros. Tenían en hierro forjado figuras de esqueletos de hombres y animales. Miró hacia los costados y no encontró a nadie. Pensó que quizás el celador había salido a hacer una ronda por el cementerio. Se sintió afortunado y corrió hacia la reja e intentó abrirla. –No podrás abrirla, nadie puede..., solo Dan-guar puede...
El sol todavía no había aparecido en el horizonte, pero sí su luz. Habían estado esperando ese momento durante toda la noche. Ahora podrían salir en busca de Tomi. Se subieron todos al jeep y emprendieron la marcha. El día anterior habían buscado por las cumbres de las sierras, ahora empezarían por las laderas dónde comienza a aparecer más vegetación. El vuelo de unos pájaros mañaneros, a pocos metros de ellos, le dieron la idea a Luli, y sentada atrás, sin que sus padres la escucharan, habló con Brownie.
–Brownie, ¿por que no le pides a tus amigos pájaros, que busquen desde el cielo?
–Luli, desde ayer en la tarde todos los animales de las sierras se enteraron de lo sucedido y lo están buscando, incluso en la noche, ayudados por los búhos y las lechuzas.
–¿Y?, ¿hay alguna novedad? –preguntó ansiosa.
–Aún no...
Tomi se dio vuelta al sentir esa profunda voz de ultratumba y allí estaba..., Dan-guar, el guerrero de la noche..., el celador del cementerio perdido. Era un guerrero indio enorme y fornido, más del doble del tamaño de Pedro. Estaba parado frente a Tomi, erguido y orgulloso, con las piernas levemente separadas. Tenía el cuerpo curtido por terribles cicatrices, una de las cuales, en la cara, le cruzaba un ojo y llegaba hasta el labio. Estaba vestido y pintado para la guerra y sobre la cabeza, tenía encajado el esqueleto de la cabeza de un toro con enormes cuernos. Unas anchas muñequeras de cuero de jaguar le cubrían casi todo el antebrazo, y le colgaban collares hechos con grandes dientes de animales salvajes. En sus manos agarraba una gigantesca lanza, que Tomi ni siquiera hubiera podido levantar, y un hacha de piedra cuyo filo parecía habérselo hecho con sus propios dientes. El miedo lo invadía y para peor el guerrero parecía crecer más y más.
–Esta va a ser tu morada por el resto de la eternidad, pequeña piltrafa humana, ¿ya has escogido tu tumba? –volvió a sonar el terrible vozarrón, que parecía salir de su estómago pues sus labios no se movían.
–N...n...no, y no la vvvoy... a elegir, aún no es mi hora...
–YO SOY EL QUE DETERMINA CUÁNDO ES TU HORA... –gritó–. Y nadie ha podido escapar de aquí jamás…, bueno, salvo uno, hace ya algunos años..., pero fue solo uno y era mucho mas fuerte que tú.
Su cabeza se transformó en la de un toro fantasmal, mientras seguía aumentando de tamaño. El miedo paralizaba ya al pobrecito de Tomi... Volvió a cerrar los ojos deseando encontrarse lejos de allí, con sus hermanos, cuando se le apareció una extraña figura que le repetía sin cesar: “Tus ojos ven lo que la mente les muestra..., solo un ser iluminado podrá vencerlo...”.
Un grito ensordecedor lo volvió a la realidad. El guerrero corría hacia él blandiendo su enorme hacha y haciendo temblar el suelo bajo sus pisadas. Saltó hacia el costado y rodó alejándose mientras que el hacha se estrellaba contra el piso rocoso levantando una nube de chispas y piedras.
–Vas a tener que hacerlo mejor si realmente quieres que me quede –dijo Tomi titubeando, pero como inyectado por un extraño valor que parecía quemarle el pecho.
–Puedes correr, pero en algún momento te alcanzaré. Tengo toda la eternidad para atraparte.
–¡Pues yo no! Quiero salir de acá, y quiero hacerlo ahora. Entonces, Dan-guar lanzó su lanza contra el pequeño niño. Tomi volvió a correrse y el arma, al pasar por su costado, estiró el filo de su punta de hierro como queriendo rasgarlo y lo consiguió
–¡Arghhh...! –gimió Tomi. De su brazo brotaba la sangre, como el agua de un hidrante roto. La lanza le había provocado un largo y profundo corte, que ahora era tapado por la mano de Tomás.
Sus mejillas estaban ahora coloradas de rabia. Con esa misma rabia y mordiéndose los labios de dolor, miró profundamente, por primera vez, a los ojos del guerrero. Parecía que el enorme ser, por momentos, comenzaba a encogerse. “Tus ojos ven lo que tu mente les muestra”, volvió a sonar en su mente.
–¡Vamos guerrerito! ¿es que no puedes conmigo? Tu propio tamaño te hace demasiado torpe y lento –dijo ahora fuera de sí.
A medida que hablaba, iba perdiendo el miedo y su oponente, que evidentemente se había alimentado de su propio temor, se seguía achicando. Esquivaba una y otra vez los golpes, pero se iba cansando y el otro, a pesar de que ya no era nada grande, parecía tener todavía mucha energía. Nuevamente escuchó la voz:
“Solo un ser iluminado podrá vencerle”. ¿Iluminado?... ¿qué querrá decir con eso? Que es puro..., o muy inteligente, que emana luz..., ¿y si fuera eso? Rápidamente sacó la linterna de su mochila e iluminó al guerrero en el preciso momento en que éste parecía que iba a acabar con él. De la linterna salió un intensísimo y concentrado haz de luz, más parecido a un rayo que a la luminosidad de una linterna común y corriente. Este salió disparado con tanta fuerza que hizo temblar la mano del niño provocándole un intenso dolor en todo el brazo, al punto que estuvo a punto de dejar caer la linterna al piso. No lo hizo, su desesperación pudo más y se mantuvo firmemente aferrado a su linterna. La luz atravesó el cuerpo del coloso que con un lastimero y prolongado aullido se esfumó..., dejando en su lugar a un pequeño indio panzón, medio chicato y con aspecto bonachón, en medio de una nube de humo.
–¡Uy, no...!, ¡no otra vez...! De seguir esto así, nadie nos va a tomar en serio y el cementerio se quedará sin inquilinos...
–¿Quién eres tú? –preguntó Tomi entre aliviado y asombrado.
–Soy Guardan, el administrador de este colador.
–Bueno, pues he vencido a tu titán, así que debes dejarme ir..., y además me corresponde el tesoro de tu guerrero.
–¿Qué tesoro?– respondió Guardan sorprendido.
–Pues el tesoro de tu guerrero: le he vencido. La leyenda dice que me llevaré el tesoro del guerrero caído.
–¡Ahhh!, el “tesoro del guerrero caído”. No es el tesoro de nuestro guardián vencido, sino el de un famoso guerrero indio, llamado Tabaré, que luchaba contra las fuerzas del mal manteniendo el equilibrio cósmico. Lamentablemente sucumbió en una terrible batalla con las fuerzas del mal y murió, dejando un legado para su sucesor, al que la leyenda transformó en tesoro, pero yo realmente no lo llamaría así...
–Bueno, pero es que me corresponde...
–Siento informarte que ya se lo han llevado. El primero en vencer a Dan-guar lo reclamó para sí. Claro que no sabía en lo que se metía.
–¿Y quién fue el afortunado?
–Eso no puedo decírtelo, Tomás.
–Bueno, al menos me he librado de la famosa maldición.
–Lamento decirte que ya la llevas en tu sangre –sentenció Guardan. Tomi se asombró ante lo dicho por el administrador del cementerio y pensó en protestar o dejar alguna queja por escrito, pero estaba muy ansioso por salir de aquel lugar.
–Bueno, al menos me dejarás salir, ¿no?
–Sí, te lo has ganado al vencer a ese guerrero de pacotilla que tenemos como guardián. Pero tendrás que ayudarme a abrir el portón, porque no llego a la cerradura y además, a los goznes hace mucho que no les ponemos grasa y están muy duros. La llave del portón resultó ser acorde a éste, grande y pesada. Tomi debió hacerle piecito, aguantando el dolor de su brazo herido, para que Guardan alcanzara la cerradura, y juntos debieron empujar con todas sus fuerzas para abrirla lo mínimo para que pudiera pasar.
–¡Es que la usamos tan poco! –se justificó mientras se despedía–. Espero verte pronto por aquí.
–Pues yo no, ¡hasta nunca!
–Cuando emprendía la marcha a Tomi se le ocurrió–: Guardan, dime, ¿puedo hacerte una pregunta?
–¿A ver?, lánzala. –La señora Clota, mujer de Don Odoro Porco del Estanque y madre del Adoquín y el Varilla, ¿ha pasado ya por aquí?
–Mira, no debería contestarte, pero ya que no te has podido llevar nada, déjame revisar en mis archivos–. Y sacó de debajo de su pequeño taparrabos un enorme bibliorato, que de ninguna manera podría haberlo llevado allí.
–Pues no, Tomi. Aún no se ha registrado aquí y tampoco hay reserva a su nombre para los próximos meses; es una lástima porque tenemos lugares disponibles. Estamos en temporada baja, ¿sabes?
El jeep saltaba, corcoveando cual potro salvaje, sobre el agreste y accidentado terreno. Los cinco pares de ojos oteaban buscando alguna señal del niño perdido. Sorpresivamente Pedro había recuperado la calma, y exhibía una confianza enfermiza de que lo iban a encontrar, como si supiera algo... Los dos niños y su madre iban parados en el vehículo y gritaban a los cuatro vientos el nombre del niño perdido. Un águila sobrevoló el vehículo, como descuidada, y lanzó un agudo chirrido. Luego se alejó rápidamente.
–¡Luli, lo encontraron! ¡Lo encontraron! –gritó Browni en su idioma animal, comprensible sólo por los dos niños.
–¿Dónde?, ¿está bien? –preguntó Luli.
–Allá, ¿ves aquel gran monte tupido, en la base de aquellos cerros?
–¡Papá, mamá! ¡Está allá, en aquel monte! –cortó Santi, dirigiéndose a sus padres y sin ningún disimulo.
–¿Dónde? –dijo Jazmín–. ¿En aquel monte de allá? Pero eso está muy lejos. ¿Estás seguro Santi? ¿Cómo sabes que Tomi está allá?
–Es que..., bueno... –balbuceó el pequeño.
–Vimos algo, como un brillo que venía de allí –Luli acudió en su ayuda mientras le propinaba un pequeño codazo en la cadera.
–¿Qué te parece, Pedro, no estará demasiado lejos?
–Sí, lo está. Pero no perdemos nada con probar. La verdad es que ya hemos recorrido toda la sierra y ya no se me ocurre dónde buscarle –respondió.
El monte estaba como a tres kilómetros del lugar donde el tornado se había llevado a Tomi pero, rápidamente y con la esperanza renovada, tomaron rumbo hacia el bosque. Les llevó unos quince minutos llegar al límite del bosque. Desde lejos no se apreciaba bien, pero los árboles que lo integraban eran realmente grandes Se notaba que tenían muchos años y para su sorpresa era una mezcla de especies muy rica: eucaliptos, pinos, cipreses, casuarinas, palmeras, etc., que se mezclaban con singular armonía. Luli guiaba a Pedro en la entrada al monte como si conociera perfectamente el camino. Claro que no notaron que Brownie se encontraba parado en su hombro y le indicaba el camino al oído. Después de otros ¡eternos! veinte minutos circulando por el bosque, que había resultado mucho mayor de lo que parecía, llegaron a un gran claro de unos cien metros de diámetro. Exactamente en el centro había un gigantesco roble. Parecía la carpa de un circo.
–Allí Luli, en el Roblente, allí está tu hermano –le dijo el conejo.
–¡Allí papá, en el árbol..., creo que está allí! –dijo Luli mirando sin poder creer lo que recién le habían anunciado.
Se acercaron con el vehículo, lo apagaron y lentamente, como con respeto, “entraron al árbol”. El espacio generado por las ramas era increíble, la luz apenas alcanzaba a filtrarse largando haces de luz que se movían al compás de la brisa. Luli corrió hacia el enorme tronco y comenzó a trepar. Cuando ya la habían perdido de vista, sintieron sus gritos de júbilo.
–¡Aquí está..., lo encontré...! ¡Hurra!
Desde abajo le respondieron los mismos gritos de alegría. Enseguida bajó y corrió a abrazarse con sus padres, aunque Tomi seguía allí arriba.
–Luli..., Luli, ¿dónde está Tomi?, ¿por qué no ha bajado?– preguntó Jaz muy asustada.
–Está desmayado, creo, pero respira. No lo pude despertar, tendremos que bajarlo. Enseguida Pedro corrió hasta el jeep y volvió con una cuerda al hombro.
–Vamos Luli, muéstrame el camino.
Volvieron a subir hasta que llegaron donde Tomi se encontraba. Estaba como dormido, con una expresión de paz aunque muy lastimado y con raspaduras por todo el cuerpo. Le pasaron la cuerda por el pecho y lo ataron. Lentamente, muy lentamente, empezaron a bajarlo. Luli iba a su lado cuidándolo. Cuando llegó abajo, enseguida Jaz lo acunó en sus brazos y bañándolo en lágrimas, lo cubrió a besos. En cuanto Pedro descendió, lo revisaron cuidadosamente. Estaba realmente raspado por todos lados. Notaron que la manga de su camisa tenía manchas de sangre. Se la arrancaron y vieron la terrible cicatriz. Para su sorpresa estaba, al igual que todas sus heridas, perfectamente cicatrizada como si la hubiera tenido desde siempre. Si no fuera porque no despertaba, parecía estar bastante bien. Mientras sus padres llevaban cuidadosamente al niño hacia el auto, Luli se acercó al tronco del árbol, y lo abrazó, o al menos eso intentó, fuertemente, mientras apretaba su mejilla contra la corteza.
–Gracias, gracias, arbolito, por cuidar a mi hermanito.
Una extraña energía empezó, entonces, a pasar a través de las manos de Luli, y la llenó por completo. Se sentía bien, en absoluta paz. Se separó lentamente del árbol y se dirigió al jeep, donde ya estaban esperándola. Se subió y emprendieron el regreso lo más rápido que pudieron. Debían llevar al niño a un médico urgentemente. Mientras avanzaban, Luli se sentó atrás de Tomi y lo abrazó para que los movimientos del vehículo no lo golpearan. Lo abrazó fuertemente y enseguida, sin que ella se lo hubiera propuesto, la energía que había recibido empezó a trasmitirla a su hermano herido. Lentamente los ojos de Tomi se fueron abriendo.
–¡Luli, Santi!, los eché de menos, ¡qué suerte estar juntos otra vez!